domingo, 23 de noviembre de 2008

Me enamoré de la Dama

Siendo muy joven, en 1930, me instalé en Viena. Allí conocí a Elías Canetti, el errante y vital búlgaro que me enseñó alemán para que pudiera leer su reciente relato: Auto de fe.

Su protagonista, Fischerle, se convirtió en mi indolente profesor. Era un personaje íntegro, vehemente y ambicioso, su vida era el ajedrez y su objetivo ser el campeón mundial.

Tras varias lecturas y muchos vinos calientes, Elías y yo pasábamos al sefardí, para relajar el aprendizaje:

- Esta es muestra presyoza lengua, B.R, salud i fuersa –me decía mientras abanicaba con la mano el humo de mi pipa.

Pasamos muchos años juntos y nos llevamos a Fischerle (llámenme Fischer, decía en un capítulo) y todos los papeles a Londres antes de la gran guerra, Elías era judío y Viena un lugar poco seguro.

En treinta años el verbo de Elías había madurado y caía como una fruta lejos del árbol de sus influencias. Quizás yo también había aprendido a leer mejor con la edad, no obstante; Fischerle envejecía bien y se mantenía como un amigo más. El amigo alemán.

Fue por entonces que casi mato a Elías de un sobresalto. Le había invitado a comer cerca de Hyde Park y ojeaba un periódico en la sobremesa. Me levanté de golpe, abrí el enorme periódico y casi le rompo las gafas de tanto que se lo acerqué: BOBBY FISCHER, 14 AÑOS, CAMPEÓN DE AJEDREZ DE ESTADOS UNIDOS.

Nos peleamos como gatos por agarrar el periódico y disponerlo para leer el artículo. ¡Nuestro Fischer se había convertido en realidad naciendo ocho años después de su creación!

Cogí un vuelo a San Francisco, Elías tenía un ciclo de conferencias y no pudo viajar. A los tres días ya tenía localizado al joven y real Fischer.

Era una partida simultánea, cuarenta oponentes sentados y Bobby Fischer de mesa en mesa. Era espigado, concentrado en su expresión, y una mirada que no invitaba a conversar. Me acerqué a una de las primeras mesas, eran dos jugadores que casi le doblaban la edad. Cogí posición y esperé cada turno para verle de cerca, ciertamente se parecía al Fischer que me enseñó alemán.

Los jugadores de mi mesa perdieron la dama, Fischer la capturó con el alfil y rápidamente pasó a la mesa contigua. Para mi sorpresa los jóvenes volvieron a poner la pieza en juego como si nada hubiera pasado y rieron entre ellos. En el siguiente turno, Fischer analizó y movió un peón. Una vez pasó a otra mesa, los amigos se vanagloriaban de haber engañado al genio. Me sentí ofendido, molesto, pero no pude reaccionar. Apenas respiraba como para pronunciar una sola palabra.

Siete turnos más tarde, Fischer volvía a la mesa en la que me encontraba. Sólo quedaban, de las cuarenta, seis mesas. La gente se arremolinaba sobre las dos cabezas de los farsantes, aunque pocos sabíamos qué había pasado. Paró, pensó cuatro segundos, capturó de nuevo la dama, se la metió en el bolsillo y pasó de largo.


Bobby Fischer fue el campeón mundial más joven de la historia, era 1972. Se le recuerda como el mejor ajedrecista de todos los tiempos.



domingo, 28 de septiembre de 2008

Arlequines y perros

El rugido del barco saludando a Nueva York me despertó. Me había pasado el trayecto escribiendo en mi camarote y sólo vi a Greta al bajar la escalinata, ajena a las gaviotas que nos recibían.

Detuvo el paso en el dock, apoyó su maleta de piel y extendió su brazo con una sombrerera azul celeste hacia su compañera, el hombre de gris que les acompañaba le dijo justo cuando yo iba a saludarle:

- Reservaré una mesa el miércoles en el Regal’s
- How do I know I'll be hungry on Wednesday? –Esa simpatía sueca era marca de la casa, tras esto, percibió mi presencia y se dirigió a mi– B.R., Do you bring me an “harlequin and dog” picture?

Greta Garbo coleccionaba cuadros de arlequines y perros. Yo le había regalado un par un año antes, así que aprecié un tono cómplice en su pregunta. Sin más, se me embracetó y tiró de mí dejando atrás al caballero. Su amiga nos siguió cargada con la sombrerera azul celeste.

Una vez entramos en la cafetería se soltó bruscamente y siguió andando hasta una mesa lejos de la barra. Desde allí, sin quitarse las gafas de sol y mirando dentro de su bolso, me presentó a Nukita. Estreché su mano y ella me saludó con sus ojos color hueso de melocotón. Ella no sabía que iba a ser mi mujer por el resto de nuestros días. Pero esa es mi historia y no la contaré aquí.

Me dio una tarjeta de un agente de la Metro en NY. Nunca daba su teléfono a nadie. Pude volver a verla un viernes, en la cafetería de un hotel en Lexington Avenue. Su estado era lamentable, su mortaja era un precioso vestido morado de raso y calzada en oro. Con su suave acento empezó disparando sus silencios.

No me sentía incómodo con ella. Si algo nos unía especialmente era el placer de no escuchar ni una palabra que no fuera más importante que permanecer callados. En esos momentos veía que Greta no actuaba ante las cámaras, era así.

Nuestro diálogo era como unas líneas escritas por Shakespeare, no había rellenos, ni cumplidos, no había más que el significado de las palabras.

Me contó lo hastiada que estaba, las ganas de volver a alguna parte donde aún no había estado y desaparecer. Se sentía como veinte años antes, en la joven Suecia, cargando a su padre borracho y muerto hasta la casa, hasta la cama. Sólo me hizo una pregunta, relativa a su amiga, y le sirvió para cerrar nuestro diálogo, sin epitafio, e irse.

Ella vivía a caballo entre Los Ángeles y Nueva York, donde recientemente había traído a su familia, y parecía que el anonimato que le daba la gran ciudad le alejaba de rumores y periodistas.

Le alejaba de rumores y periodistas. Y se alejaba de la vida social, se marchaba para siempre, tal y como había empezado, muda. De morado y oro.

Greta, Greta talks, Greta Laughs, Greta is gone.

Greta Garbo se retiró a los 36 años en NY, en el momento en que el cine se renovaba con Ciudadano Kane.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Leo

Leo y yo leíamos comics en la parte trasera de una sinagoga. En Westmount, Montreal, había poco más que hacer para dos críos de 8 años.

Nathan, su padre, era un sastre prestigioso. Los pantalones que confeccionaba para Leo eran objeto de mi envidia. Un día, sentados con la espalda contra el mismo sauce, Nathan se acercó a nosotros:

- Leo, my son, please take care of the mud –y me miró a los ojos para continuar-. B.R., Why don’t you come home with Leo and you read in our garden?

Así que fuimos al jardín sin rechistar, yo con Superman y Leo con el Capitán Marvel. La estrecha acera del barrio adinerado no nos permitía leer mientras caminábamos, Nathan iba delante de nosotros como si supiera que a esa edad ya apreciábamos el excelente corte de su traje azul.

Yo no era el mejor amigo de Leo, era su vecino. En el colegio no nos sentábamos juntos pero volvíamos corriendo por el bulevar, de la mano, profiriendo gritos de guerra justicieros y dando brincos.

Así pasó el año y llegaron las vacaciones. Leo me contó que su padre estaba enfermo. Ese verano leí la mitad de comics.

A la vuelta del curso, descubrí que la madre de Leo, a quien yo no conocía, le iba a recoger a diario. Seguí leyendo menos comics, cada vez menos. No podía concentrarme, y James, mi nuevo amigo, se interesaba más por el baloncesto que por la lectura.

Desde el porche de mi casa, sentado con mi madre tomando la lección, veía el jardín donde tantas tardes había estado leyendo con Leo. El césped parecía dorado y los setos no conseguían su propósito de hacer que lo olvidara. Mi padre salió de la casa, y nos anunció que Nathan había muerto.

Yo no sabía bien que significaba eso. Pero entendí la mirada que mi madre dirigió a la casa de al lado. Me vistieron de domingo y, con un seco pesar, me llevaron de la mano a la puerta de Leo.

Su casa estaba llena de judíos, de mujeres, de jóvenes y de viejos. Leo estaba sentado de lado en una silla, sus pies ya llegaban al suelo, suelo que parecía estar quieto como un perro atemorizado por aquella mirada. Mis padres se pusieron en una fila que ocupaba todo el largo de la recepción, al principio de la cola estaba la madre de Leo, junto a la silla que asentaba el suelo.

Cuando llegaron al final abrazaron a la mujer y le dijeron algo al oído. Yo estaba a la altura de Leo, le puse la mano en la rodilla ocultando en mi palma un cromo de superhéroes que había guardado para él. Aguanté tiempo suficiente para que atendiera el gesto, pero al quitar la mano, el cromo quedó ahí abandonado.

Al salir de la casa, me giré, el cromo rojo y amarillo destacaba sobre todos los trajes negros a medida y el brillo de las lágrimas.

Una semana después, a la salida del colegio, vi a Leo caminar solo hacia Westmount. Me esforcé para alcanzarle y al verme se hurgó el bolsillo, sacó el cromo, y me sonrió. O eso creí. Ni corrimos ni brincamos, si acaso hablamos, aunque no lo recuerdo bien.

Esa misma noche, antes de irme a dormir, vi a Leo en su jardín. Estaba sentado en el banco del porche, tal cual estaba yo en la casa de al lado, como si me reflejara en un espejo. Escribió durante una hora sin notar mi presencia. Entró en la casa. Me iba a la cama, pero volví a verlo salir con una corbata de su padre y una tijera. Esperé.

Con la tijera cavó un agujero en la tierra y cortó un trozo de la corbata. Dio un beso a la carta que había escrito y a la corbata y llenó el agujero con ello y con la tierra suelta que había desenterrado.

Me fui a dormir.

11 años después Leonard Cohen publicó su primer libro, 22 años después su primer disco.

domingo, 24 de agosto de 2008

Smoke on the water

Allí estaba yo, B.R., de vacaciones en Montreaux. Corría 1971 como la brisa tras la llegada de un metro a su parada. En mi hotel se alojaba gente con recursos, entre ellos un grupo de músicos.

El primer día coincidí con uno de ellos, el más descansado y abierto. Ambos pedimos lo mismo en el bar. Un Kir seco, por favor. No muy habitual para dos turistas en Suiza. Roger tenía acento británico y su melena estaba recién lavada.

- Isn’t it really funny? - Me dijo
- Si, desde luego, pero tu tampoco eres francés –Respondí
- Nooo, I came from London, not the Swinging London, just London –Y rió con el timbre con el que se ríe uno en un Hotel.

Cuando en la barra solo quedaba un camarero, y el Cassis para el Kir se había acabado, llegaron dos ingleses más. Se saludaron y pidieron una Stella cada uno. No me presentó pero hablamos abiertamente. No sabía que al día siguiente tocaba Frank Zappa en el Casino sobre el lago y acepté su invitación, era el mismo lugar donde ellos iban a grabar.

Dormí fatal.

No volví a verlos hasta las 16 horas, otra vez en el bar. Pese a la resaca que yo tenía, parecían estar como recién estrenados y desprendidos de su envoltorio. Me invitaron a ir en su autobús al Casino.

Una vez finalizara el concierto llevarían allí sus cosas y grabarían por unas tres semanas. En cuanto mi nerviosismo apareció estábamos ya sentados con una Stella Artois por cabeza y expectantes.

Se apagaron los focos y empezó a sonar un estruendo terrible, a los diez segundos Zappa y los Mothers estaban hilando Peaches in Regalia en clave de Jazz. Los reflejos en el agua bailaban cogidos de la mano, sobre un fondo mucho más oscuro que el techo.

Ciertamente Frank estaba muy motivado, durante una hora y media nos mantuvo al filo.

En la fila siguiente a la nuestra dos italianos no paraban de vociferar y uno de ellos me ofreció su cerveza cuando me giré a reprobarles. Mi ademán les invitaba a escuchar.

Poco después les vi salir de su fila con una bengala en la mano y un zippo en la otra. No fui consciente del peligro que podía suponer, les hubiera detenido.

En menos de un minuto la bengala encendida rebotó contra una estructura y prendió unas cortinas cerca del balcón superior, los músicos seguían tocando, creyendo que la situación no era tan grave. Frank Zappa paró la banda cuando las llamas aparecieron y la gente del gallinero asaltaba el escenario para ponerse a salvo.

Entre cientos de personas corriendo en torno suyo, y agarrando su guitarra como una lanza, indicó por el micro dónde estaban las salidas de emergencia, intentando calmar a los tres mil entrados en pánico.

Nosotros estábamos de pie en los asientos, la gente huía por delante de nosotros. El fuego ya cubría una tercera parte del Casino.

El humo de los jirones en llamas que caían al lago cubrió todo el escenario y corrimos sin saber dónde. Y sin saber cómo aparecimos en el parque exterior del Casino, junto a cientos de personas tiesas como espantapájaros mirando las llamas saludar por el balcón de la fachada.

Deep Purple registró Smoke on the Water a los pocos días, tras buscar un nuevo sitio donde grabar su disco.

Roma estaba llena de japoneses

Cerca de mi apartamento podía comprar delicias orientales y allí conocí a Yukio. El tendero me lo presentó tras varias coincidencias. Él venía cada tres meses, siempre al mismo Hotel, por un par de semanas. Desde entonces salíamos a comer juntos y callejear cerca del Duomo.

- B.R. –Me dijo con su mal acento– I believe I am going to miss you.

Ese día cenamos juntos en una terraza y su conversación seguía labrada con la misma azada melancólica, más incluso que de costumbre. De hecho ni siquiera iba tan elegante como siempre.

Fue la primera vez que me habló de su abuela-madre Natsu y de su verdadero Japón, no del que cualquiera podía visitar. Su angustia vital era enorme aunque escogiera las mejores palabras y las perfumara con un rocío patriota, como si no aceptara la reciente derrota de la gran guerra.

Nunca olvidaré esa noche, en la puerta giratoria de su Hotel me dio un beso y un paquete envuelto en la librería Il Leuto. Era su primer libro traducido al italiano.

La correspondencia que manteníamos no era fluida, pero sí sincera y detallada. A veces me daba la impresión que quería algo conmigo. Sabía que una de las razones de viajar a Europa era “vivir” su homosexualidad, pero él no sabía si yo entendía o no.

Hablaba de la belleza como si fuera un amante, su caligrafía y su prosa eran caricias en una tarde de otoño, pero su tendencia a la heroicidad le impedía consumar ese amor libremente.

Ese invierno no vino ni una vez. A partir de ahí supe más de él por la prensa y por las traducciones de sus libros que por sus cartas, una al año…

…He decidido luchar por tener un cuerpo bello y fuerte para servir al emperador…
…La decadencia de mi país, su muerte, no hace más que impedirme ser yo mismo…
…Mi ejército ya cuenta con noventa fieles…

Hasta 1966 que leí que podían darle el Nobel. Viajé a Japón para descubrir el cambio en mi viejo amigo, quien tras años de admirar su propio suicidio había llegado a los 41 con un reputado nombre en la literatura.

Se vistió como si fuera a recibir el galardón, salió a la calle y esperó.

Yo me quedé en su estancia, asomado al balcón, esperando la llamada y viéndole sonreir mirando sus pies dar largos pasos. Su sombra parecía un péndulo bajo la luz de los faroles.

Al año siguiente repetí el viaje, por el mismo motivo y con el mismo final. Decidí quedarme unos meses más, en los cuales su oscuridad se cerraba en torno a su ejercicio, físico y literario, y su faceta de líder social por la renovación de Japón.

Fue increíble y fatal la tercera nominación sin recompensa. Directamente cogimos un avión a Roma y estuvo encerrado 12 días en su habitación. Kawabata, su primer mentor, declaró en televisión que Yukio merecía el Nobel más que él.

Tras entregar el premio a otro japonés entendió que pasarían muchos años hasta volver a poder ser premiado. Volvió a la isla y no volvió a escribirme ni visitarme más.

Yukio Mishima se suicidó en 1970 en una ceremonia pública, tras el Hara-kiri le decapitaron en tres intentos.