domingo, 20 de septiembre de 2009

El único trayecto

Vi nacer el siglo veinte entre Madrid y París. Mi cátedra en la Universidad Central de Madrid, hoy llamada Complutense, y mis negocios en la capital francesa me obligaban a tener un tercer trabajo: el tren. Me pasaba horas y horas en él, aprovechaba para preparar clases, estudiar o sencillamente dejarme sorprender por la vida y sus pasajeros.

Los acomodadores me conocían sobradamente, era como un hotel al que iba casi todos los meses. Tenía incluso mi camarote preferido donde siempre encontraba mi periódico y un kir fresco, así como un sobre con francos que me cambiaba el revisor por pesetas.

Puedo contar muchas anécdotas sucedidas en sus departamentos… Recuerdo un viaje que hice con mi compañero de Histología, don Santiago, a quien conocí algunos años antes. Había visitado París únicamente por trabajo y mi admiración por él sólo podía pagarse haciéndole de guía por la capital intelectual de Europa y sus cabarets.

- Es usted muy amable, B.R. –teníamos por costumbre hablarnos de usted, puesto que nuestra relación era estrictamente profesional–, ciertamente París debe resultar motivador, sobre todo si podemos ver el microscopio de su Universidad. ¿Usted cree que podremos toquitearlo?

Tras charlar una hora a la salida de Madrid, hurgó en su maletín para sacar varias revistas y publicaciones. Se sumergió en ellas con una profundidad sorprendente, algunas veces parecía contener la respiración y no la recuperaba hasta alcanzar de nuevo la superficie sin levantar la mirada del papel. Me lo imaginé saliendo del agua con estrellas de mar neurálgicas y algas filamentosas a dos manos.

Yo naugrafaba entre mis apuntes y la observación a mi invitado.

El trayecto era largo, así que nada mejor que estar familiarizado con el lugar; hacía falta conocer aquellos compartimentos donde no había corriente de aire por las ventanas, aquellos donde las lámparas de aceite no goteaban con el traqueteo, incluso aquellas zonas del restaurante que tenían mejor servicio de camareros. Oteé desde el pasillo a través del cristal de la puerta para ver si el vagón restaurante tenía libre mi mesa. Llamé a un camarero para que la preparara.

Un grupo de estudiantes de unos veintipocos años cruzó nuestro coche hacia allí bajando la voz a mi paso, pero sin dejar de sonar como una marabunta. Tuve que esquivar, haciendo un baile de hombros, a los muchachos. Mi compañero seguía abstraído en la lectura, con su maletín de piel marrón sobre las rodillas, apoyando sobre él unos documentos que leía incómodamente.

En una media hora avisé a don Santiago, hablamos ligeramente sobre la Sorbonne y su laboratorio y de ahí pasamos al comedor.

La comida transcurrió sin sobresaltos salvo por el grupo de cinco o seis estudiantes y su algarabía. Nuestra conversación era escasa, centrados en degustar los platos y observar la llegada de las montañas en los ventanucos.

Era cerca de la una del mediodía, hasta parecía que después de la comida el tren hubiera aminorado la marcha, hora de relajarse y tomarse un café.

Pedí el diario y me entretuve leyendo por encima del murmullo juvenil. Mi compañero no leía periódicos, extraño, pero así me lo dijo, introdujo la mano derecha en su chaqueta y del bolsillo interior sacó un TBO. Tuve que disimular mi cara de sorpresa y ya no pude volver a leer concentradamente el periódico.

Lo abrió, buscó una página, apoyó un codo en la mesa, la barbilla en sus nudillos y se puso las gafas. La misma concentración que con las revistas científicas, absoluta inmersión…

No había pasado ni un minuto cuando una especie de estertor salío por su boca. Levanté la vista por encima de mis gafas, luego la dirigí al grupo de estudiantes que también le miraban de reojo.

De repente una carcajada descomunal se abrió paso por su pecho, un escorzo exagerado le dobló el cuello y cerrando los ojos nos enseñó hasta los últimos molares. Lloraba de risa, ajeno a nuestras miradas se tapaba los ojos, se secaba las lágrimas y volvía a maullar de gozo.

Contagió a un par de los chicos que, tras superar la sorpresa, comenzaron a orientar sus sillas hacia él en busca de mayor diversión. Ya estaban todos mirándole y riéndose de él, salvo uno de ellos, el más mayor. Levantado en su delgadez, agarrado al respaldo de la silla de uno de sus compañeros, sonreía condescendientemente. Muy amablemente nos preguntó si no nos daba vergüenza estar leyendo el TBO a nuestra edad, acusándonos de no dar ejemplo de madurez a los jóvenes estudiantes.

Miré a don Santiago, quien ni siquiera se había percatado de que le estaban hablando, pedí disculpas al desgarbado increpador y le pedí que dejara seguir leyendo al premio Nobel de Medicina como le viniera en gana.

El Profesor Santiago Ramón y Cajal es el único premio Nobel español en Ciencias, hasta que más de cincuenta años después lo consiguiera Severo Ochoa bajo la nacionalidad estadounidense.