sábado, 24 de enero de 2009

Yo soy Jesucristo

París, mil novecientos setenta y pocos, éramos cuatro en el departamento de Marketing de la compañía de agua mineral Evian. Mi promoción había sido rápida y limpia, dirigía el departamento con total libertad creativa y con la confianza de los jefazos.

El presidente de la compañía, Jean-Luc, entró de golpe en mi despacho sin apenas girar el pomo de la puerta:

- Tu as neuf semaines pour préparer la campagne, B.R., nous avons le meilleur budget jamais vu, profites-en -Me señaló con el dedo-. Cherche quelqu'un, choisis le meilleur, paie-le bien.

Estaba acostumbrado a este tipo de mensajes de presión, pero era la primera vez que tenía que levantarme a recoger el marco de la puerta del suelo.

Necesitaba cuadrar las variables de la ecuación, la primera era que comprar agua debía ser una experiencia extraordinaria para algo tan cotidiano, la segunda que nuestra publicidad requería un personaje popular.

La primera persona que vino a mi mente fue Alain Delon. La segunda Chaplin. La cantidad de francos de mi presupuesto era tan motivante como para crear ansiedad. A la tercera di con el perfecto prescriptor: Don Luis Buñuel.

En una semana tenía al equipo de aquí para allá, pero me guardé para mí el plato fuerte. Empezaba la cuenta atrás. Su secretaria me concertó una reunión a las 13h.

Su oficina estaba a pocas manzanas de la mía, así que anduve unos veinte minutos entre cientos de personas que no iban a conocer en su vida a Buñuel. Era otra situación cotidiana para mí.
Al llegar alisé mi traje con la palma de la mano, comprobé la hora en mi Girard Perregaux y… Buñuel salió del ascensor sin siquiera llegar a abrir totalmente las puertas gemelas, haciendo temblar el marco de acero forjado… Mi reloj iba bien.

Creo que le dije algo, un espere o un disculpe, pero solo quedaba delante de mí el portero, medio girado, mirándome por encima de sus gafas rojas.

La tarde fue para otros menesteres: Contratos con televisión, equipo gráfico…

Nuestras secretarias volvieron a hablar, a las 15h en mi oficina, ahora tenía yo que hacerme respetar. Tampoco apareció. Jamás pensé que el tópico de los españoles fuera tan cierto; informales, impuntuales y, además, soberbios.

A este nivel las horas son segundos y cada franco de la cuenta de publicidad una piedra de mi lapidación. Un rodaje podía durar tres semanas y previamente había que escribir el guión, hacer el casting, encontar la localización y cincuenta cosas más que no quería ni recordar.

Llevaba una semana y aún no había hablado con Luis Buñuel. Encargué a mi equipo que fuera buscando a Monsieur Delon.

Pero no quería darlo todo por perdido y volví a la oficina de Buñuel sin cita previa. Había preparado un cheque a su nombre, lo llevaba en el bolsillo de mi americana, junto con un par de cigarros habanos y estaba dispuesto a entrar aunque tirara abajo el marco de su puerta. Llevaba cerca del corazón una cantidad de ceros como para fumarme aquellos puros en la misma isla de Cuba, y no volver en diez años.

Entré sin llamar, pasé por delante de su secretaria y abrí la puerta de lo que debía de ser su despacho. Ahí estaba él, Don Luis Buñuel, leyendo unos papeles naranjas con un largo cigarro en la mano y una ascua durmiendo en el cenicero.

Disparé varios segundos, el proyecto, la compañía, el plazo, él mientras me miraba con esos ojos desviados y redondos. Se levantó violentamente, extendí mi mano izquierda hacia él a la vez que saqué el cheque con la derecha y lo puse a la altura de su mano. Lo miró hasta de canto, se lo guardó en el bolsillo y entonces sentí una victoria inenarrable, homérica, una sensación de plenitud profesional.

Por primera vez, habló, y lo único que dijo fue: “Bien, se me ocurre lo siguiente: Yo soy Jesucristo y estoy en la cruz; digo que me estoy muriendo de sed y entonces me alcanzáis una de vuestras botellitas, yo la pruebo y digo: 'Puaj, qué mala'. ¿Te parece bien?”

Luis Buñuel murió en 1983 sin grabar nunca un anuncio de agua mineral Evian.