miércoles, 21 de julio de 2010

Harmonía

Ya he contado que en los años ochenta viví en Los Ángeles. Recuerdo cómo llegué allí, en mi barco, siguiendo las indicaciones por radio.

-Answering captain B.R.: Dock on third row, left side, come in passing by the green buoy, please –Mi velero casi acariciaba con la quilla las poco profundas aguas del puerto deportivo-, over and out.

Un joven afirmó el cabo al noray, welcome to Malibú, sir. Me desperecé, el sol navideño fue mi desayuno. Dejé a Nukita durmiendo en el camarote. Miré a mi alrededor, a todos y cada uno de los barcos vecinos, al ajetreo de patrones ociosos e invitados sonrientes. California.

Tras unas pequeñas gestiones paseé por tierra firme, estiré las piernas y volví al the Seventh Seal a despertar a mi mujer. Nuestra vieja casa flotante en un nuevo vecindario.

Nunca olvidaré ese día.

Antes de subir, me crucé con un hombre de mediana edad que portaba un vaso ancho y chato con líquido transparente ligeramente anaranjado. Levantó el brazo derecho sosteniendo con la mano el combinado como lo hacen las garras mecánicas de las máquinas de premio de las ferias y separó el dedo índice para señalar un barco de unos sesenta pies. Sin más me susurró: ése es mi barco, Harmony, lo voy a recuperar pronto. Asentí sin hablar y le ofrecí un Pall Mall, que se llevó a la boca, oculta tras una espesa barba.

Nukita miraba desde la cubierta sonriendo, con los ojos aún hinchados y el pelo revuelto. Me despedí del hirsuto vecino y proseguí el placentero trabajo en el barco.

Ahorraré más detalles e iré a la situación que marcó nuestras vidas.

Aún siendo California y luciendo el sol, la temperatura no llegaba a ser cálida y el agua del mar prometía estar fría como el hielo. Tuvimos que abrigarnos, nuestro primer día anunciaba su ocaso.

Nukita y yo disfrutábamos de una merecida sobremesa con el rumor de este nuevo y extraño acento inglés de la costa oeste. El recién conocido marinero, bastante borracho, charlaba con sus amigos. El espectáculo era divertido, y pese a que evitábamos mirar demasiado, no podíamos menos que estar fascinados comprobando cómo, tras intentar ser disuadido, se quitó la camiseta y se tiró al agua junto a su Harmony.

Se sumergía unos segundos, apenas cubría el doble de su altura, emergía a respirar y vaciaba su vaso chato. Así repetidamente, tantas veces como llenó el vaso con vodka y zumo de naranja. En ocasiones salía del agua primero su mano, con una fotografía, y luego el montón de pelo de su cabeza. Dejaba el tesoro en el pantalán con cara triste y decía entre dientes el nombre de la mujer retratada. Sacó fotos, un trofeo muy pesado, un disco de vinilo con el cartón deshecho, una lámpara, libros…

Sobre su barco debía pesar alguna orden judicial, de embargo o incluso haber sido perdido en una apuesta, lo miraba, acariciaba su proa, pero en ningún momento llegó a poner un pie en él.

Sus compañeros reían y nos miraban de tanto en tanto, alguna vez les sonreímos y alzamos nuestros oportos.

Pasaron las horas. Nukita y yo saltamos a tierra firme, cansados ya de estar sentados. En ese momento nos alarmaron los gritos de Dennis, Dennis,… se materializó aquello que ambos habíamos pensado y no habíamos verbalizado. Borracho buceando, peligro. Corrimos los diez metros que nos separaban del lugar del espectáculo. Las cuatro personas que habían acompañado al bañista miraban inquietamente al agua, no nos explicaron nada porque habíamos sido cómplices durante más de dos horas. Un hombre alto y calvo nos dijo que era una broma, Dennis es un bromista nato, pero sus ojos desconfiaban, no conseguían ni engañarlo a él mismo.

Moví mis brazos como un violento molino dirigiéndome a los mozos del puerto, éstos se dividieron en dos grupos, dos corrieron hacia nosotros y otro al puesto de control.

Buscaron debajo de las relucientes maderas verdes del muelle, saltaron de barco en barco, incluso del Harmony, sin dejar de mirar el fondo marino. Nada. El mar solo devolvía ligeras ondas provocadas por el movimiento de los barcos.

Llegó la policía, y con ellos un equipo de submarinistas.

Tras varias horas de búsqueda, el cuerpo sin vida de aquel hombre fue sacado del agua en un escorzo que me recordó a la Piedad de Miguel Ángel, entre sollozos, gritos y algunas caras de estupefacción.

Bienvenido a California, el sueño ha terminado.

Dennis Wilson, batería de los Beach Boys, murió en 1983. Estuvo siempre a la sombra de sus hermanos, en una bulliciosa soledad, y publicó uno de los discos más melancólicos jamás registrados: Pacific Ocean Blue.