sábado, 6 de septiembre de 2008

Leo

Leo y yo leíamos comics en la parte trasera de una sinagoga. En Westmount, Montreal, había poco más que hacer para dos críos de 8 años.

Nathan, su padre, era un sastre prestigioso. Los pantalones que confeccionaba para Leo eran objeto de mi envidia. Un día, sentados con la espalda contra el mismo sauce, Nathan se acercó a nosotros:

- Leo, my son, please take care of the mud –y me miró a los ojos para continuar-. B.R., Why don’t you come home with Leo and you read in our garden?

Así que fuimos al jardín sin rechistar, yo con Superman y Leo con el Capitán Marvel. La estrecha acera del barrio adinerado no nos permitía leer mientras caminábamos, Nathan iba delante de nosotros como si supiera que a esa edad ya apreciábamos el excelente corte de su traje azul.

Yo no era el mejor amigo de Leo, era su vecino. En el colegio no nos sentábamos juntos pero volvíamos corriendo por el bulevar, de la mano, profiriendo gritos de guerra justicieros y dando brincos.

Así pasó el año y llegaron las vacaciones. Leo me contó que su padre estaba enfermo. Ese verano leí la mitad de comics.

A la vuelta del curso, descubrí que la madre de Leo, a quien yo no conocía, le iba a recoger a diario. Seguí leyendo menos comics, cada vez menos. No podía concentrarme, y James, mi nuevo amigo, se interesaba más por el baloncesto que por la lectura.

Desde el porche de mi casa, sentado con mi madre tomando la lección, veía el jardín donde tantas tardes había estado leyendo con Leo. El césped parecía dorado y los setos no conseguían su propósito de hacer que lo olvidara. Mi padre salió de la casa, y nos anunció que Nathan había muerto.

Yo no sabía bien que significaba eso. Pero entendí la mirada que mi madre dirigió a la casa de al lado. Me vistieron de domingo y, con un seco pesar, me llevaron de la mano a la puerta de Leo.

Su casa estaba llena de judíos, de mujeres, de jóvenes y de viejos. Leo estaba sentado de lado en una silla, sus pies ya llegaban al suelo, suelo que parecía estar quieto como un perro atemorizado por aquella mirada. Mis padres se pusieron en una fila que ocupaba todo el largo de la recepción, al principio de la cola estaba la madre de Leo, junto a la silla que asentaba el suelo.

Cuando llegaron al final abrazaron a la mujer y le dijeron algo al oído. Yo estaba a la altura de Leo, le puse la mano en la rodilla ocultando en mi palma un cromo de superhéroes que había guardado para él. Aguanté tiempo suficiente para que atendiera el gesto, pero al quitar la mano, el cromo quedó ahí abandonado.

Al salir de la casa, me giré, el cromo rojo y amarillo destacaba sobre todos los trajes negros a medida y el brillo de las lágrimas.

Una semana después, a la salida del colegio, vi a Leo caminar solo hacia Westmount. Me esforcé para alcanzarle y al verme se hurgó el bolsillo, sacó el cromo, y me sonrió. O eso creí. Ni corrimos ni brincamos, si acaso hablamos, aunque no lo recuerdo bien.

Esa misma noche, antes de irme a dormir, vi a Leo en su jardín. Estaba sentado en el banco del porche, tal cual estaba yo en la casa de al lado, como si me reflejara en un espejo. Escribió durante una hora sin notar mi presencia. Entró en la casa. Me iba a la cama, pero volví a verlo salir con una corbata de su padre y una tijera. Esperé.

Con la tijera cavó un agujero en la tierra y cortó un trozo de la corbata. Dio un beso a la carta que había escrito y a la corbata y llenó el agujero con ello y con la tierra suelta que había desenterrado.

Me fui a dormir.

11 años después Leonard Cohen publicó su primer libro, 22 años después su primer disco.

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