domingo, 24 de agosto de 2008

Roma estaba llena de japoneses

Cerca de mi apartamento podía comprar delicias orientales y allí conocí a Yukio. El tendero me lo presentó tras varias coincidencias. Él venía cada tres meses, siempre al mismo Hotel, por un par de semanas. Desde entonces salíamos a comer juntos y callejear cerca del Duomo.

- B.R. –Me dijo con su mal acento– I believe I am going to miss you.

Ese día cenamos juntos en una terraza y su conversación seguía labrada con la misma azada melancólica, más incluso que de costumbre. De hecho ni siquiera iba tan elegante como siempre.

Fue la primera vez que me habló de su abuela-madre Natsu y de su verdadero Japón, no del que cualquiera podía visitar. Su angustia vital era enorme aunque escogiera las mejores palabras y las perfumara con un rocío patriota, como si no aceptara la reciente derrota de la gran guerra.

Nunca olvidaré esa noche, en la puerta giratoria de su Hotel me dio un beso y un paquete envuelto en la librería Il Leuto. Era su primer libro traducido al italiano.

La correspondencia que manteníamos no era fluida, pero sí sincera y detallada. A veces me daba la impresión que quería algo conmigo. Sabía que una de las razones de viajar a Europa era “vivir” su homosexualidad, pero él no sabía si yo entendía o no.

Hablaba de la belleza como si fuera un amante, su caligrafía y su prosa eran caricias en una tarde de otoño, pero su tendencia a la heroicidad le impedía consumar ese amor libremente.

Ese invierno no vino ni una vez. A partir de ahí supe más de él por la prensa y por las traducciones de sus libros que por sus cartas, una al año…

…He decidido luchar por tener un cuerpo bello y fuerte para servir al emperador…
…La decadencia de mi país, su muerte, no hace más que impedirme ser yo mismo…
…Mi ejército ya cuenta con noventa fieles…

Hasta 1966 que leí que podían darle el Nobel. Viajé a Japón para descubrir el cambio en mi viejo amigo, quien tras años de admirar su propio suicidio había llegado a los 41 con un reputado nombre en la literatura.

Se vistió como si fuera a recibir el galardón, salió a la calle y esperó.

Yo me quedé en su estancia, asomado al balcón, esperando la llamada y viéndole sonreir mirando sus pies dar largos pasos. Su sombra parecía un péndulo bajo la luz de los faroles.

Al año siguiente repetí el viaje, por el mismo motivo y con el mismo final. Decidí quedarme unos meses más, en los cuales su oscuridad se cerraba en torno a su ejercicio, físico y literario, y su faceta de líder social por la renovación de Japón.

Fue increíble y fatal la tercera nominación sin recompensa. Directamente cogimos un avión a Roma y estuvo encerrado 12 días en su habitación. Kawabata, su primer mentor, declaró en televisión que Yukio merecía el Nobel más que él.

Tras entregar el premio a otro japonés entendió que pasarían muchos años hasta volver a poder ser premiado. Volvió a la isla y no volvió a escribirme ni visitarme más.

Yukio Mishima se suicidó en 1970 en una ceremonia pública, tras el Hara-kiri le decapitaron en tres intentos.

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