miércoles, 25 de noviembre de 2009

Perdió la cabeza

La luz de la mañana llamó a la ventana desperezándose entre la doble cortina de la habitación. Me tomó un minuto ponerme en contexto: Hotel Embassy, Austin, Texas. Salí de la cama cuadrada. Mis ojos hinchados palparon el suelo paseando los primeros pensamientos, aún oníricos, haciéndoles desaparecer con la exposición a la realidad. Avanzaron por la penumbra de la enorme habitación, huyendo de esquinas y escaleras. Hasta llegar a un objeto rectangular blanco junto a la puerta. Una carta.

Me acerqué a la ventana, corrí las cortinas y al minuto pude leer:

“16 de Agosto de 2001, Dear B.R.:

The Hospital staff told me about you, thank you for bringing my son here yesterday. I will pray to God for the grace of your blissed soul.Thank you, thank you, thank you, God bless you.

Sincerely, Bill Johnston.”

Mi cerebro pudo discernir entonces lo soñado de lo vivido. Apareció de súbito el suceso en mi memoria.

Había estado caminando por la ciudad, sin rumbo fijo, pretendiendo volver en unas dos horas al hotel. Junto a un Wal-Mart se había instalado la feria itinerante y acabé pisando su tierra seca y amarilla con mis zapatos italianos de seiscientos dólares.

Pasé bajo la noria, por los puestos de hot dogs, ante las atracciones más sórdidas y junto a la carpa del circo. Trataba de olvidar mis zapatos, ya totalmente mates y empolvados, pensando en otras cosas, pero volvía a bajar la mirada cada pocos segundos. Decidí limpiarlos, aunque fuera a seguir ensuciándolos hasta salir de allí. Busqué un baño.

Junto a la valla metálica que acotaba el recinto se erguía el único baño público. Una de esas cápsulas parecidas a una cabina telefónica. Azul y gris. Un hombre corpulento gesticulaba histriónicamente a un metro de la puerta. Apoyado en un lateral, un ciclomotor viejo parecía esperar más pacientemente.

Conforme me iba acercando, el hombre empezó a gritar y a agitar la cabina. Aún estaba a unos treinta metros cuando ví y oí las patadas y puñetazos que le daba al plástico rígido, que se quejaba con unos sonidos huecos, graves como rugidos. Gritaba, inclinando el pecho hacia delante y cerrando fuertemente los puños, acto seguido volvía a golpear la cabina haciéndola tambalear.

Cuando ya pude ver claramente su cara de perfil, con un tatuaje en el cuello, le ví arrancar la puerta y meter medio cuerpo dentro hasta sacar a un chaval desencajado y asustado, lo arrastró por el suelo y empezó a darle rodillazos y patadas. Los gritos seguían mientras la víctima se encogía estoicamente y miraba con la boca abierta, sangrante, rota.

Corrí hacia allí, berreé, agité mis brazos amenazadoramente. Era un salmón en las zarpas de un oso. Dejó de pegarle para increparme, no me tocó, pero en cuanto asistí al joven con pelo erizado le señaló con el dedo a un palmo de su cara y le amenazó de muerte. Entró al baño, tiró de la cadena y al salir tumbó la moto de una patada.

Me levanté y extendí mi brazo indicativamente hacia la salida, sin abrir la boca. Nos dejó a paso ligero, hablando entredientes, a la vez que llegaba gente a ver lo sucedido. Entre un viejo y yo llevamos al joven en taxi al hospital. Yo le cogía la mano temblorosa e hinchada por las contusiones, él me miraba atónito y cantaba una canción de Casper, el fantasma amigo. Con mi mano derecha saqué el pañuelo del bolsillo y empecé a limpiarme los zapatos.

Daniel Johnston vive desde entonces en Waller, Texas, bajo tratamiento psiquiátrico y ha conseguido vivir de sus canciones y dibujos. Ha sido influencia para la generación grunge y posteriores.