domingo, 28 de septiembre de 2008

Arlequines y perros

El rugido del barco saludando a Nueva York me despertó. Me había pasado el trayecto escribiendo en mi camarote y sólo vi a Greta al bajar la escalinata, ajena a las gaviotas que nos recibían.

Detuvo el paso en el dock, apoyó su maleta de piel y extendió su brazo con una sombrerera azul celeste hacia su compañera, el hombre de gris que les acompañaba le dijo justo cuando yo iba a saludarle:

- Reservaré una mesa el miércoles en el Regal’s
- How do I know I'll be hungry on Wednesday? –Esa simpatía sueca era marca de la casa, tras esto, percibió mi presencia y se dirigió a mi– B.R., Do you bring me an “harlequin and dog” picture?

Greta Garbo coleccionaba cuadros de arlequines y perros. Yo le había regalado un par un año antes, así que aprecié un tono cómplice en su pregunta. Sin más, se me embracetó y tiró de mí dejando atrás al caballero. Su amiga nos siguió cargada con la sombrerera azul celeste.

Una vez entramos en la cafetería se soltó bruscamente y siguió andando hasta una mesa lejos de la barra. Desde allí, sin quitarse las gafas de sol y mirando dentro de su bolso, me presentó a Nukita. Estreché su mano y ella me saludó con sus ojos color hueso de melocotón. Ella no sabía que iba a ser mi mujer por el resto de nuestros días. Pero esa es mi historia y no la contaré aquí.

Me dio una tarjeta de un agente de la Metro en NY. Nunca daba su teléfono a nadie. Pude volver a verla un viernes, en la cafetería de un hotel en Lexington Avenue. Su estado era lamentable, su mortaja era un precioso vestido morado de raso y calzada en oro. Con su suave acento empezó disparando sus silencios.

No me sentía incómodo con ella. Si algo nos unía especialmente era el placer de no escuchar ni una palabra que no fuera más importante que permanecer callados. En esos momentos veía que Greta no actuaba ante las cámaras, era así.

Nuestro diálogo era como unas líneas escritas por Shakespeare, no había rellenos, ni cumplidos, no había más que el significado de las palabras.

Me contó lo hastiada que estaba, las ganas de volver a alguna parte donde aún no había estado y desaparecer. Se sentía como veinte años antes, en la joven Suecia, cargando a su padre borracho y muerto hasta la casa, hasta la cama. Sólo me hizo una pregunta, relativa a su amiga, y le sirvió para cerrar nuestro diálogo, sin epitafio, e irse.

Ella vivía a caballo entre Los Ángeles y Nueva York, donde recientemente había traído a su familia, y parecía que el anonimato que le daba la gran ciudad le alejaba de rumores y periodistas.

Le alejaba de rumores y periodistas. Y se alejaba de la vida social, se marchaba para siempre, tal y como había empezado, muda. De morado y oro.

Greta, Greta talks, Greta Laughs, Greta is gone.

Greta Garbo se retiró a los 36 años en NY, en el momento en que el cine se renovaba con Ciudadano Kane.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Leo

Leo y yo leíamos comics en la parte trasera de una sinagoga. En Westmount, Montreal, había poco más que hacer para dos críos de 8 años.

Nathan, su padre, era un sastre prestigioso. Los pantalones que confeccionaba para Leo eran objeto de mi envidia. Un día, sentados con la espalda contra el mismo sauce, Nathan se acercó a nosotros:

- Leo, my son, please take care of the mud –y me miró a los ojos para continuar-. B.R., Why don’t you come home with Leo and you read in our garden?

Así que fuimos al jardín sin rechistar, yo con Superman y Leo con el Capitán Marvel. La estrecha acera del barrio adinerado no nos permitía leer mientras caminábamos, Nathan iba delante de nosotros como si supiera que a esa edad ya apreciábamos el excelente corte de su traje azul.

Yo no era el mejor amigo de Leo, era su vecino. En el colegio no nos sentábamos juntos pero volvíamos corriendo por el bulevar, de la mano, profiriendo gritos de guerra justicieros y dando brincos.

Así pasó el año y llegaron las vacaciones. Leo me contó que su padre estaba enfermo. Ese verano leí la mitad de comics.

A la vuelta del curso, descubrí que la madre de Leo, a quien yo no conocía, le iba a recoger a diario. Seguí leyendo menos comics, cada vez menos. No podía concentrarme, y James, mi nuevo amigo, se interesaba más por el baloncesto que por la lectura.

Desde el porche de mi casa, sentado con mi madre tomando la lección, veía el jardín donde tantas tardes había estado leyendo con Leo. El césped parecía dorado y los setos no conseguían su propósito de hacer que lo olvidara. Mi padre salió de la casa, y nos anunció que Nathan había muerto.

Yo no sabía bien que significaba eso. Pero entendí la mirada que mi madre dirigió a la casa de al lado. Me vistieron de domingo y, con un seco pesar, me llevaron de la mano a la puerta de Leo.

Su casa estaba llena de judíos, de mujeres, de jóvenes y de viejos. Leo estaba sentado de lado en una silla, sus pies ya llegaban al suelo, suelo que parecía estar quieto como un perro atemorizado por aquella mirada. Mis padres se pusieron en una fila que ocupaba todo el largo de la recepción, al principio de la cola estaba la madre de Leo, junto a la silla que asentaba el suelo.

Cuando llegaron al final abrazaron a la mujer y le dijeron algo al oído. Yo estaba a la altura de Leo, le puse la mano en la rodilla ocultando en mi palma un cromo de superhéroes que había guardado para él. Aguanté tiempo suficiente para que atendiera el gesto, pero al quitar la mano, el cromo quedó ahí abandonado.

Al salir de la casa, me giré, el cromo rojo y amarillo destacaba sobre todos los trajes negros a medida y el brillo de las lágrimas.

Una semana después, a la salida del colegio, vi a Leo caminar solo hacia Westmount. Me esforcé para alcanzarle y al verme se hurgó el bolsillo, sacó el cromo, y me sonrió. O eso creí. Ni corrimos ni brincamos, si acaso hablamos, aunque no lo recuerdo bien.

Esa misma noche, antes de irme a dormir, vi a Leo en su jardín. Estaba sentado en el banco del porche, tal cual estaba yo en la casa de al lado, como si me reflejara en un espejo. Escribió durante una hora sin notar mi presencia. Entró en la casa. Me iba a la cama, pero volví a verlo salir con una corbata de su padre y una tijera. Esperé.

Con la tijera cavó un agujero en la tierra y cortó un trozo de la corbata. Dio un beso a la carta que había escrito y a la corbata y llenó el agujero con ello y con la tierra suelta que había desenterrado.

Me fui a dormir.

11 años después Leonard Cohen publicó su primer libro, 22 años después su primer disco.