miércoles, 25 de noviembre de 2009

Perdió la cabeza

La luz de la mañana llamó a la ventana desperezándose entre la doble cortina de la habitación. Me tomó un minuto ponerme en contexto: Hotel Embassy, Austin, Texas. Salí de la cama cuadrada. Mis ojos hinchados palparon el suelo paseando los primeros pensamientos, aún oníricos, haciéndoles desaparecer con la exposición a la realidad. Avanzaron por la penumbra de la enorme habitación, huyendo de esquinas y escaleras. Hasta llegar a un objeto rectangular blanco junto a la puerta. Una carta.

Me acerqué a la ventana, corrí las cortinas y al minuto pude leer:

“16 de Agosto de 2001, Dear B.R.:

The Hospital staff told me about you, thank you for bringing my son here yesterday. I will pray to God for the grace of your blissed soul.Thank you, thank you, thank you, God bless you.

Sincerely, Bill Johnston.”

Mi cerebro pudo discernir entonces lo soñado de lo vivido. Apareció de súbito el suceso en mi memoria.

Había estado caminando por la ciudad, sin rumbo fijo, pretendiendo volver en unas dos horas al hotel. Junto a un Wal-Mart se había instalado la feria itinerante y acabé pisando su tierra seca y amarilla con mis zapatos italianos de seiscientos dólares.

Pasé bajo la noria, por los puestos de hot dogs, ante las atracciones más sórdidas y junto a la carpa del circo. Trataba de olvidar mis zapatos, ya totalmente mates y empolvados, pensando en otras cosas, pero volvía a bajar la mirada cada pocos segundos. Decidí limpiarlos, aunque fuera a seguir ensuciándolos hasta salir de allí. Busqué un baño.

Junto a la valla metálica que acotaba el recinto se erguía el único baño público. Una de esas cápsulas parecidas a una cabina telefónica. Azul y gris. Un hombre corpulento gesticulaba histriónicamente a un metro de la puerta. Apoyado en un lateral, un ciclomotor viejo parecía esperar más pacientemente.

Conforme me iba acercando, el hombre empezó a gritar y a agitar la cabina. Aún estaba a unos treinta metros cuando ví y oí las patadas y puñetazos que le daba al plástico rígido, que se quejaba con unos sonidos huecos, graves como rugidos. Gritaba, inclinando el pecho hacia delante y cerrando fuertemente los puños, acto seguido volvía a golpear la cabina haciéndola tambalear.

Cuando ya pude ver claramente su cara de perfil, con un tatuaje en el cuello, le ví arrancar la puerta y meter medio cuerpo dentro hasta sacar a un chaval desencajado y asustado, lo arrastró por el suelo y empezó a darle rodillazos y patadas. Los gritos seguían mientras la víctima se encogía estoicamente y miraba con la boca abierta, sangrante, rota.

Corrí hacia allí, berreé, agité mis brazos amenazadoramente. Era un salmón en las zarpas de un oso. Dejó de pegarle para increparme, no me tocó, pero en cuanto asistí al joven con pelo erizado le señaló con el dedo a un palmo de su cara y le amenazó de muerte. Entró al baño, tiró de la cadena y al salir tumbó la moto de una patada.

Me levanté y extendí mi brazo indicativamente hacia la salida, sin abrir la boca. Nos dejó a paso ligero, hablando entredientes, a la vez que llegaba gente a ver lo sucedido. Entre un viejo y yo llevamos al joven en taxi al hospital. Yo le cogía la mano temblorosa e hinchada por las contusiones, él me miraba atónito y cantaba una canción de Casper, el fantasma amigo. Con mi mano derecha saqué el pañuelo del bolsillo y empecé a limpiarme los zapatos.

Daniel Johnston vive desde entonces en Waller, Texas, bajo tratamiento psiquiátrico y ha conseguido vivir de sus canciones y dibujos. Ha sido influencia para la generación grunge y posteriores.


domingo, 20 de septiembre de 2009

El único trayecto

Vi nacer el siglo veinte entre Madrid y París. Mi cátedra en la Universidad Central de Madrid, hoy llamada Complutense, y mis negocios en la capital francesa me obligaban a tener un tercer trabajo: el tren. Me pasaba horas y horas en él, aprovechaba para preparar clases, estudiar o sencillamente dejarme sorprender por la vida y sus pasajeros.

Los acomodadores me conocían sobradamente, era como un hotel al que iba casi todos los meses. Tenía incluso mi camarote preferido donde siempre encontraba mi periódico y un kir fresco, así como un sobre con francos que me cambiaba el revisor por pesetas.

Puedo contar muchas anécdotas sucedidas en sus departamentos… Recuerdo un viaje que hice con mi compañero de Histología, don Santiago, a quien conocí algunos años antes. Había visitado París únicamente por trabajo y mi admiración por él sólo podía pagarse haciéndole de guía por la capital intelectual de Europa y sus cabarets.

- Es usted muy amable, B.R. –teníamos por costumbre hablarnos de usted, puesto que nuestra relación era estrictamente profesional–, ciertamente París debe resultar motivador, sobre todo si podemos ver el microscopio de su Universidad. ¿Usted cree que podremos toquitearlo?

Tras charlar una hora a la salida de Madrid, hurgó en su maletín para sacar varias revistas y publicaciones. Se sumergió en ellas con una profundidad sorprendente, algunas veces parecía contener la respiración y no la recuperaba hasta alcanzar de nuevo la superficie sin levantar la mirada del papel. Me lo imaginé saliendo del agua con estrellas de mar neurálgicas y algas filamentosas a dos manos.

Yo naugrafaba entre mis apuntes y la observación a mi invitado.

El trayecto era largo, así que nada mejor que estar familiarizado con el lugar; hacía falta conocer aquellos compartimentos donde no había corriente de aire por las ventanas, aquellos donde las lámparas de aceite no goteaban con el traqueteo, incluso aquellas zonas del restaurante que tenían mejor servicio de camareros. Oteé desde el pasillo a través del cristal de la puerta para ver si el vagón restaurante tenía libre mi mesa. Llamé a un camarero para que la preparara.

Un grupo de estudiantes de unos veintipocos años cruzó nuestro coche hacia allí bajando la voz a mi paso, pero sin dejar de sonar como una marabunta. Tuve que esquivar, haciendo un baile de hombros, a los muchachos. Mi compañero seguía abstraído en la lectura, con su maletín de piel marrón sobre las rodillas, apoyando sobre él unos documentos que leía incómodamente.

En una media hora avisé a don Santiago, hablamos ligeramente sobre la Sorbonne y su laboratorio y de ahí pasamos al comedor.

La comida transcurrió sin sobresaltos salvo por el grupo de cinco o seis estudiantes y su algarabía. Nuestra conversación era escasa, centrados en degustar los platos y observar la llegada de las montañas en los ventanucos.

Era cerca de la una del mediodía, hasta parecía que después de la comida el tren hubiera aminorado la marcha, hora de relajarse y tomarse un café.

Pedí el diario y me entretuve leyendo por encima del murmullo juvenil. Mi compañero no leía periódicos, extraño, pero así me lo dijo, introdujo la mano derecha en su chaqueta y del bolsillo interior sacó un TBO. Tuve que disimular mi cara de sorpresa y ya no pude volver a leer concentradamente el periódico.

Lo abrió, buscó una página, apoyó un codo en la mesa, la barbilla en sus nudillos y se puso las gafas. La misma concentración que con las revistas científicas, absoluta inmersión…

No había pasado ni un minuto cuando una especie de estertor salío por su boca. Levanté la vista por encima de mis gafas, luego la dirigí al grupo de estudiantes que también le miraban de reojo.

De repente una carcajada descomunal se abrió paso por su pecho, un escorzo exagerado le dobló el cuello y cerrando los ojos nos enseñó hasta los últimos molares. Lloraba de risa, ajeno a nuestras miradas se tapaba los ojos, se secaba las lágrimas y volvía a maullar de gozo.

Contagió a un par de los chicos que, tras superar la sorpresa, comenzaron a orientar sus sillas hacia él en busca de mayor diversión. Ya estaban todos mirándole y riéndose de él, salvo uno de ellos, el más mayor. Levantado en su delgadez, agarrado al respaldo de la silla de uno de sus compañeros, sonreía condescendientemente. Muy amablemente nos preguntó si no nos daba vergüenza estar leyendo el TBO a nuestra edad, acusándonos de no dar ejemplo de madurez a los jóvenes estudiantes.

Miré a don Santiago, quien ni siquiera se había percatado de que le estaban hablando, pedí disculpas al desgarbado increpador y le pedí que dejara seguir leyendo al premio Nobel de Medicina como le viniera en gana.

El Profesor Santiago Ramón y Cajal es el único premio Nobel español en Ciencias, hasta que más de cincuenta años después lo consiguiera Severo Ochoa bajo la nacionalidad estadounidense.


miércoles, 12 de agosto de 2009

La piraña de Montparnasse

París 1905. Desde mi apartamento en el primer cuadrante cruzaba el río hacia los tugurios más extraordinarios de la ciudad. Solía acercarme a Le Soleil, L’Auoille y, durante esta historia especialmente, a La Rotonde en el decimocuarto: Montparnasse.

Normalmente el Renault de la Marne me dejaba a los pies del parque, desde donde buscaba un buen rincón con humo, vino y música. Las prostitutas de la calle me paraban el paso, no solían ver a menudo sombreros como los míos, lo que les hacía soñar con una nueva vida, estable y sin preocupaciones. Pero yo seguía mi camino hasta los cabarets, donde se refugiaban las más jóvenes y bellas.

Una de esas noches, tras el procedimiento habitual, sucedió lo siguiente:

- Bienvenue B.R. -el portero me abrió la puerta invitándome a entrar en la Rotonde-. Vous êtes chez vous. La douze est libre ce soir.

Tras mi propina, hizo una señal muy sutil para que dos lindas señoritas me acompañaran a la doce y se sentaran conmigo, una sobre mis piernas. Subió al escenario una morena con pelo a lo garçon, esperando a que el pianista llegara al comienzo de la estrofa.

Me sirvieron una copa y tuve que pedirle a la que le hacía de silla que se levantara para poder beber cómodamente. Le colé un franco en el liguero para acelerar su decisión. Me disponía a darles conversación cuando los primeros versos de la canción “Qui qu'a vu Coco”, un nuevo clásico del que había oído todo tipo de adjetivos, salían en voz de la diminuta figura junto al piano.
Hacía coros hasta el más pintado del cabaret, me refiero especialmente al cuerpo de caballería francés, con sus ridículos uniformes y cascos. Yo permanecía en silencio, expectante, sorprendido, enamorándome. Su magnetismo erizaba mi vello como virutas de metal.

La canción acabó y la sala gritó al unísono co-co-co-co-co.

Entonces continuó con “ko ko ri ko”, el francés no es mi lengua nativa por ello me sonaba curioso ese canto del gallo. Las jóvenes miraron recelosas a la protagonista en escena, puesto que estaba interpretando dos canciones en una misma noche.

Debió verme la cara, porque vino de inmediato a cantar a un palmo de mi nariz, repeliendo a mis compañeras de mesa. La canción acabó con el jaleo del público y rápidamente apareció otra mujer sobre el escenario con un nuevo tema. La pequeña morena se sentó en la silla de mi izquierda, a cinco centímetros. Tendría unos veinte años y no era guapa, pero estar junto a ella te podía convertir en un mero satélite suyo. Mi orgullo y mi templanza me mantuvieron sereno.

No tenía el comportamiento habitual de una prostituta. Habló ella, me preguntó todo tipo de cosas, me sentí realmente interesante. Quedo en evidencia que, como todas, quería ligarme para pasar a mejor vida, literalmente. Pero pese a hacerlo descaradamente su estilo era único.

Conseguí sonsacarle escasa información, gracias a mi observación intuí que le interesaba la hechura de mi camisa; era costurera y se llamaba Gabrielle Chanel. Yo cada vez escondía más mis respuestas, lo que fue agotando su incisión. Pasé a mi turno de cuestiones “ligeras”.

En ese momento la conversación se rompió, tomó una postura agresiva y desagradable. Desde que se sentó conmigo hasta entonces no había apartado la vista de mi. Cesó el interrogatorio, oteó el resto de mesas, apuró mi copa, me robó un cigarrillo y se levantó. En diez segundos tenía a una pelirroja sentada en aquella misma silla, robándome otro cigarrillo y pidiéndo fuego con la mirada. Vuelta a empezar, pensé.

De reojo ví a Gabrielle en la mesa de un conocido, las mismas cartas y el mismo juego.

Gracias a uno de sus amantes, Coco Chanel consiguió abrir su primera tienda de sombreros en 1909.Cada nuevo amante tenía más dinero que el anterior y las inversiones en ella fueron creciendo, permitiéndole desarrollar su pasión. Revolucionó la moda femenina con patrones cómodos y elegantes.




jueves, 23 de julio de 2009

The Velvet Blues

En 1985 Los Angeles no era el paraíso, sencillamente estaba más cerca del cielo. Todo el mundo se había mudado al estado y las palmeras estrellaban la bandera americana. Ganar dinero desde mi piscina era una bendición.

Nukita golpeó el cristal blindado del piso superior y me señaló el teléfono mientras arqueaba las cejas y encogía el hocico. Desde mi hamaca amarilla no podía oírle, dejé los papeles que estaba estudiando en el césped y cogí el teléfono que tenía debajo de la sombrilla.

- How long since the last time, B.R. -esa voz me era familiar pero no acertaba si de padre o de madre–, I’d like to meet you this evening. Matt’s at six.

La curiosidad sólo me había quitado seis vidas y estaba dispuesto a seguir arriesgando. Al fin y al cabo el Matt’s estaba cerca de la playa a la que solía ir.

Llegué cinco minutos pronto. Al entrar vi a un viejo amigo, Angelo, sentado en la barra sorbiendo un batido. Me saludó sin quitarse el sombrero ni la sonrisa, disculpándose por la llamada. Había un asunto que yo podía solucionar. Su socio David tenía muchos problemas con una banda sonora. Nunca había estado tan preocupado ni hiriente con Angelo, aunque éste se lo tomara “alla meditarranea”.

En veinte minutos me puso al tanto: Bobby Vinton, Dennis Hopper y Roy Orbison. Ésos eran los tres problemas, y yo podía ayudarle en el último. Con Bobby habían conseguido regrabar la canción dos octavas y media más grave y Dennis era cuestión de días. Pero Roy no cedía los derechos de “In dreams” para la película. Roy era muy sensible y no estaba pasando una buena época. David no iba a continuar con la película sin esa canción.

Me puse a trabajar. Podíamos relanzar su carrera si la cinta era un éxito, pero Roy había leído el guión y le parecía violento y obsceno.

Le seguí por el sur, llegué a Europa tras él, pero seguía obteniendo un no, educado y rotundo, por respuesta. Angelo me llamaba a cada Hotel al que iba. Al año acepté que había fracasado. Añoraba mi sol californiano, a mi mujer y el éxito de mi trabajo.

1986. La película se estrenó usando la canción sin autorización. David respondería por ello, pese a los intentos de Angelo de disuadirle.

Me sentía mal con Roy. Había tratado de negociar algo que finalmente se hizo sin convencerle. Había jugado con los sentimientos y la voluntad de un amigo. Una traición.

Me extrañó que me cogiera el teléfono.

Un día más tarde pasó con su Ford a recogerme para ir a Malibu. Nada más subir Roy dijo, sin mirarme, que sabía para qué íbamos allí. Reconozco que me puse nervioso. Tenía ese carácter afable y cercano que te impedía fallarle, imponía más que los carácteres agresivos. Cambié de tema. Elvis, Patsy, Triumph… La palabra “traición” se asomaba a mi garganta cada pocos segundos, como si necesitara soltarla y dejarla libre. Tragaba saliva y seguía con sus clásicos: Hank, Neil… Pero él no caía en mis juegos infantiles por mucho tiempo.

Le indiqué el camino hasta parar en la puerta de un cine en el bulevar. Un cartel anunciaba Blue Velvet de David Lynch. Roy bajó del coche antes que yo y me sonrió. ¿A qué esperas?, Si hay que hacerlo, hagámoslo ya.

Roy Orbison quedó impresionado por la nueva lectura de “In Dreams” y grabó un vídeo dirigido por David Lynch para los extras de la película. Fue el comienzo de su recuperación, seguido de Pretty Woman y los Traveling Wilburys.

sábado, 13 de junio de 2009

El genial mediocre francés

No recuerdo si fue en 1954 o si habíamos pisado ya 1955. Pasé varios años de confusión en todos los sentidos, menos en el del humor.

Paris de noche era igual de sucia que ahora, pero en ese momento éramos nosotros quienes tirábamos nuestras vidas al suelo. Trabajaba hasta el anochecer y para airearme salía a escuchar chanssoniers a los cabarets de la Rive Gauche.

Boris Vian me introducía a bellísimas francesas y me desviaba Bourbon desde su cuenta como músico. A mí y a bellísimas francesas.

Una de tantas noches le presenté a mi vecino, Lucien, pintor mediocremente impresionista, escritor agresivo, profesor ignorante y cantante aficionado. Una displicente personalidad. Como él, todo el mundo admiraba a Boris.

- B.R., il faut que tu demandes à ton ami Boris qu'il vienne demain à Milord L'Arsouille -Lucien me dijo con forzada condescendencia-. J'y interpréterai de nouvelles chansons et il se peut qu'elles lui plaisent.

Así fue. Allí estábamos ese mañana sin sol.

La poca luz de este relato o de los locales en los que lo recuerdo le convertía en un atractivo cantante. Sus manos eran enormes, color malta. Las mujeres solían encontrarlo irresistible, algo que nunca entendí, acostumbrado a verlo a pleno día. Ojos y orejas sobresalientes, quince kilos por debajo de su peso y una nariz galísima.

A Boris le hizo gracia que el chico con nombre de peluquero se tomara tan en serio aquellas presuntuosas canciones.

Repetimos muchas noches más. Cuando Lucien fue fijo en las sesiones de los jueves consiguió hablar con Boris sin la distancia de la idolatría. Yo conseguía bourbon y bellísimas francesas de dos fuentes distintas.

Casi un año después, Boris y mi amiga Michèle acompañaron a Lucien en el escenario. Un jazz torcido e irónico desanudaba las vetas de las mesas y levantaba los pequeños vasos hacia muchas bocas abiertas.

Yo fui una de las dos únicas personas que pudieron soltar una palabra; unos ojos color hueso de melocotón que ya conocía me abrazaron por completo1. Hablamos de nuestro encuentro en New York, de Lisboa, y de tantas cosas que merecerían un relato propio. Pero eso no va a suceder porque sería contar mi historia.

Tras dos horas de concierto, interrumpí mi conversación y subí a felicitarle. Nos dimos las manos, pero no las miradas, la de Lucien paseaba por encima de mi americana hasta las dos chicas que inclinaban su cabeza al hablar con Boris.

Le gasté una broma cómplice, sonreí y me interpuse en su ángulo de visión. Lucien fijó sus ojos brillantes en los míos. Me agarró los hombros con sus garras sin apenas esfuerzo, pese a que yo le sacaba más de una cabeza de altura. Respiró. Soltó una mano, la izquierda, la que estrangulaba un gitanes. Caló y dejó salir el humo lentamente mientras sus labios moldeaban tres terribles palabras. Llámame Serge Gainsbourg.

Serge Gainsbourg es, desde 1957, el intérprete y compositor francés más importante, con una prolífica carrera de discos de éxito, mujeres y escándalos.

1 Ver “Arlequines y perros”


Divorcio Gay

Durante la gran guerra, la que hice en Yale, tocaba el piano junto a varios compañeros. Nuestras vidas discurrían ajenas a todo aquello que no fuera animar a nuestro equipo, salir a beber al río o aguantar las clases del Profesor Sanders.

Ahora lo veo estúpido, pero en 1913 componer himnos para el equipo de football era más de lo que la inmensa mayoría de chavales ni siquiera soñaban.

Un día cualquiera, una cabeza pequeña de pelo negro y brillante saltaba y se balanceaba detrás del piano, de un lado a otro. Quien es, Paul, cuál es su apellido, ¿qué le hace tocar así?.

En un instante, una treintena de hijos de abogados y banqueros saltaron y gritaron a coro la canción. Paul me cogió la mano y…, ya estaba al otro lado del piano. Sin soltarme me señaló; el pequeño pianista miraba en la dirección de su dedo.

- Gee, B.R., I bet –Los coros seguían y el piano había dejado de sonar. La cabeza brillante tenía ojos redondos y un cuerpo muy pequeño–, heard from ya, swear I did. Lovely to meet ya, It’s Cole right here.

Sabía mi nombre, y se había presentado con la mayor armonía que jamás escuché.

Nos hicimos inseparables, pero nunca tocamos juntos. Al acabar ese curso su abuelo insistió tanto en que estudiara leyes que estuvo un par de años en Harvard. Hasta que se dio cuenta de que esa letra no casaba con su música y cambió a Artes, que también abandonó.

Cursaba mi segundo año de ingeniería en París cuando me enteré que presentaba su primer musical en Broadway. Nos carteábamos casi todas las semanas, las noticias solían llegar por su parte, me mandaba partituras de hilarantes composiciones y me hablaba de atléticos y esbeltos estudiantes. Yo le aburría con silogismos booleanos y con revistas dadaístas que él tomaba a risa.

Era 1916 y no asistí al estreno porque no pude pagarme el barco. Fue un desastre. La crítica lo arrastró por el suelo, le colgó de un mástil, le roció alquitrán y le cubrió con plumas. No todo fue negativo; le llevó a mudarse a Francia.

Ahí llegó lo bueno. Contábamos que estaba alistado a la Legión Extranjera de Francia, cuando en realidad nos pasábamos las noches en originales fiestas con Coco Chanel y Arthur Rubinstein. Pero duró lo que tuvo que durar, y llegó el día en que sólo nos veíamos fuera del ambiente homosexual o con su futura mujer, la rica Linda Lee.

Ahí estaba el antídoto al fracaso, se reforzó, vivió, fue él mismo y se formó tocando y componiendo para exigentes audiencias.

Ya estaba listo. Volvió a los Estados Unidos en 1919.

Cole Porter ha sido el más destacado, prolífico y elegante compositor de musicales para Broadway hasta su muerte a mediados de los años sesenta.


sábado, 28 de marzo de 2009

La muerte de la Libertad: Mayo del 68

Nueva York, Domingo 1 de Octubre de 1967. Los domingos tenía cita con una jovencita de 61 años para jugar al ajedrez, Teeny Duchamp. En esta ocasión le bastó media hora para limpiar mis escaques y dejarme en jaque mate.

- Sorry B.R., too much on my mind to enjoy it now –sonrió preocupadamente–, tomorrow is Marcel’s birthday and I am not confident he will take it easy-.

Percibí la tensión de Teeny y decidí coger mi sombrero para marcharme, pero Marcel apareció por la puerta y agarró mi brazo solemnemente. Había escuchado el comentario de su mujer y se lo quería poner fácil. Sacó el ajedrez diseñado por él, colgó mi sombrero en el perchero, quitó un caballo negro y dispuso las blancas para mí.

Esa habitación podría haber estado en Nueva York, Tokyo o El Cairo. Podría haber sido en 1967, 1941 o 1984. Nada más existía. Sólo libros en las estanterías, una mesa de madera blanca, dos sillas y un sillón azul. A orillas de la alfombra de pelo largo se amontonaban objetos diversos, también blancos. Y una escalera que, según recuerdo, bajaba al resto del mundo.

La televisión apagada no mostraba ningún incidente en San Francisco ni nada del Central Park Be-in, ni noticias de Vietnam, mucho menos publicidad.

Jugamos hasta entrada la noche. Reconozco que impone jugar con un maestro de ajedrez, al igual que ser durante unas horas la tercera parte de un matrimonio. Teeny permanecía de pie, satisfecha de ver cómo Marcel se esforzaba por normalizar la situación.

Jaque Mate.

Un Yellow Cab me dejó en mi Hotel. Tenía las piernas entumecidas y una curiosa mezcla de olores; perfume de mi amiga en los cuellos de la gabardina y aroma de Marcel en las manos.
Apenas hube salido de la puerta giratoria vi al recepcionista buscándome con la mirada. Fui hacia él, algo quería. Señor B.R. tiene usted un mensaje, le han llamado para invitarle mañana a la fiesta de Marcel Duchamp.

Miré el reloj y ya era mañana. Tomé una copa de cognac en la barra antes de retirarme.

A mediodía otro Yellow Cab, pasé Lexington Avenue asumiendo mi error en el segundo Jaque. Mis ideas, desordenadas, repetitivas y sensiblemente alcoholizadas, querían imantarse sobre los cuadros blancos y negros del capó delantero. Pero nunca llegaban a hacerlo bien, así que volvían a bailar.

Era lunes y se notaba por la cantidad de gente que me atropelló nada más bajar del coche.

Fue una fiesta íntima, tan íntima que sólo vino Man Ray. Estábamos un piso por debajo de aquella habitación blanca que aún debía oler a humo de Gitanes, humo blanco que pintó la noche a través de la ventana.

Teeny apagó las luces, cerró las cortinas y corrió a la cocina, acto seguido, y de forma totalmente parsimónica, nos presentó su pastel de cumpleaños. Cantaba, horriblemente desfigurada por las luces y sombras provocadas por las velas.

Tras cortar un primer trozo, Marcel metió la mano por debajo de la bandeja como si fuera la pala de un panadero y sostuvo entre sus piernas el pastel.

Man Ray me extendió su copa de vino para que la aguantara y disparó.

Un año después Marcel Duchamp recibió la foto en su casa de Neuilly-sur-Seine. Esa misma noche murió.


sábado, 24 de enero de 2009

Yo soy Jesucristo

París, mil novecientos setenta y pocos, éramos cuatro en el departamento de Marketing de la compañía de agua mineral Evian. Mi promoción había sido rápida y limpia, dirigía el departamento con total libertad creativa y con la confianza de los jefazos.

El presidente de la compañía, Jean-Luc, entró de golpe en mi despacho sin apenas girar el pomo de la puerta:

- Tu as neuf semaines pour préparer la campagne, B.R., nous avons le meilleur budget jamais vu, profites-en -Me señaló con el dedo-. Cherche quelqu'un, choisis le meilleur, paie-le bien.

Estaba acostumbrado a este tipo de mensajes de presión, pero era la primera vez que tenía que levantarme a recoger el marco de la puerta del suelo.

Necesitaba cuadrar las variables de la ecuación, la primera era que comprar agua debía ser una experiencia extraordinaria para algo tan cotidiano, la segunda que nuestra publicidad requería un personaje popular.

La primera persona que vino a mi mente fue Alain Delon. La segunda Chaplin. La cantidad de francos de mi presupuesto era tan motivante como para crear ansiedad. A la tercera di con el perfecto prescriptor: Don Luis Buñuel.

En una semana tenía al equipo de aquí para allá, pero me guardé para mí el plato fuerte. Empezaba la cuenta atrás. Su secretaria me concertó una reunión a las 13h.

Su oficina estaba a pocas manzanas de la mía, así que anduve unos veinte minutos entre cientos de personas que no iban a conocer en su vida a Buñuel. Era otra situación cotidiana para mí.
Al llegar alisé mi traje con la palma de la mano, comprobé la hora en mi Girard Perregaux y… Buñuel salió del ascensor sin siquiera llegar a abrir totalmente las puertas gemelas, haciendo temblar el marco de acero forjado… Mi reloj iba bien.

Creo que le dije algo, un espere o un disculpe, pero solo quedaba delante de mí el portero, medio girado, mirándome por encima de sus gafas rojas.

La tarde fue para otros menesteres: Contratos con televisión, equipo gráfico…

Nuestras secretarias volvieron a hablar, a las 15h en mi oficina, ahora tenía yo que hacerme respetar. Tampoco apareció. Jamás pensé que el tópico de los españoles fuera tan cierto; informales, impuntuales y, además, soberbios.

A este nivel las horas son segundos y cada franco de la cuenta de publicidad una piedra de mi lapidación. Un rodaje podía durar tres semanas y previamente había que escribir el guión, hacer el casting, encontar la localización y cincuenta cosas más que no quería ni recordar.

Llevaba una semana y aún no había hablado con Luis Buñuel. Encargué a mi equipo que fuera buscando a Monsieur Delon.

Pero no quería darlo todo por perdido y volví a la oficina de Buñuel sin cita previa. Había preparado un cheque a su nombre, lo llevaba en el bolsillo de mi americana, junto con un par de cigarros habanos y estaba dispuesto a entrar aunque tirara abajo el marco de su puerta. Llevaba cerca del corazón una cantidad de ceros como para fumarme aquellos puros en la misma isla de Cuba, y no volver en diez años.

Entré sin llamar, pasé por delante de su secretaria y abrí la puerta de lo que debía de ser su despacho. Ahí estaba él, Don Luis Buñuel, leyendo unos papeles naranjas con un largo cigarro en la mano y una ascua durmiendo en el cenicero.

Disparé varios segundos, el proyecto, la compañía, el plazo, él mientras me miraba con esos ojos desviados y redondos. Se levantó violentamente, extendí mi mano izquierda hacia él a la vez que saqué el cheque con la derecha y lo puse a la altura de su mano. Lo miró hasta de canto, se lo guardó en el bolsillo y entonces sentí una victoria inenarrable, homérica, una sensación de plenitud profesional.

Por primera vez, habló, y lo único que dijo fue: “Bien, se me ocurre lo siguiente: Yo soy Jesucristo y estoy en la cruz; digo que me estoy muriendo de sed y entonces me alcanzáis una de vuestras botellitas, yo la pruebo y digo: 'Puaj, qué mala'. ¿Te parece bien?”

Luis Buñuel murió en 1983 sin grabar nunca un anuncio de agua mineral Evian.