sábado, 28 de marzo de 2009

La muerte de la Libertad: Mayo del 68

Nueva York, Domingo 1 de Octubre de 1967. Los domingos tenía cita con una jovencita de 61 años para jugar al ajedrez, Teeny Duchamp. En esta ocasión le bastó media hora para limpiar mis escaques y dejarme en jaque mate.

- Sorry B.R., too much on my mind to enjoy it now –sonrió preocupadamente–, tomorrow is Marcel’s birthday and I am not confident he will take it easy-.

Percibí la tensión de Teeny y decidí coger mi sombrero para marcharme, pero Marcel apareció por la puerta y agarró mi brazo solemnemente. Había escuchado el comentario de su mujer y se lo quería poner fácil. Sacó el ajedrez diseñado por él, colgó mi sombrero en el perchero, quitó un caballo negro y dispuso las blancas para mí.

Esa habitación podría haber estado en Nueva York, Tokyo o El Cairo. Podría haber sido en 1967, 1941 o 1984. Nada más existía. Sólo libros en las estanterías, una mesa de madera blanca, dos sillas y un sillón azul. A orillas de la alfombra de pelo largo se amontonaban objetos diversos, también blancos. Y una escalera que, según recuerdo, bajaba al resto del mundo.

La televisión apagada no mostraba ningún incidente en San Francisco ni nada del Central Park Be-in, ni noticias de Vietnam, mucho menos publicidad.

Jugamos hasta entrada la noche. Reconozco que impone jugar con un maestro de ajedrez, al igual que ser durante unas horas la tercera parte de un matrimonio. Teeny permanecía de pie, satisfecha de ver cómo Marcel se esforzaba por normalizar la situación.

Jaque Mate.

Un Yellow Cab me dejó en mi Hotel. Tenía las piernas entumecidas y una curiosa mezcla de olores; perfume de mi amiga en los cuellos de la gabardina y aroma de Marcel en las manos.
Apenas hube salido de la puerta giratoria vi al recepcionista buscándome con la mirada. Fui hacia él, algo quería. Señor B.R. tiene usted un mensaje, le han llamado para invitarle mañana a la fiesta de Marcel Duchamp.

Miré el reloj y ya era mañana. Tomé una copa de cognac en la barra antes de retirarme.

A mediodía otro Yellow Cab, pasé Lexington Avenue asumiendo mi error en el segundo Jaque. Mis ideas, desordenadas, repetitivas y sensiblemente alcoholizadas, querían imantarse sobre los cuadros blancos y negros del capó delantero. Pero nunca llegaban a hacerlo bien, así que volvían a bailar.

Era lunes y se notaba por la cantidad de gente que me atropelló nada más bajar del coche.

Fue una fiesta íntima, tan íntima que sólo vino Man Ray. Estábamos un piso por debajo de aquella habitación blanca que aún debía oler a humo de Gitanes, humo blanco que pintó la noche a través de la ventana.

Teeny apagó las luces, cerró las cortinas y corrió a la cocina, acto seguido, y de forma totalmente parsimónica, nos presentó su pastel de cumpleaños. Cantaba, horriblemente desfigurada por las luces y sombras provocadas por las velas.

Tras cortar un primer trozo, Marcel metió la mano por debajo de la bandeja como si fuera la pala de un panadero y sostuvo entre sus piernas el pastel.

Man Ray me extendió su copa de vino para que la aguantara y disparó.

Un año después Marcel Duchamp recibió la foto en su casa de Neuilly-sur-Seine. Esa misma noche murió.