viernes, 1 de enero de 2010

Aquí no fumes

En el Soho londinense, concretamente en el 41 de Dean Street, se encontraba The Colony Room. Inaugurado en 1948, contaba con una clientela increíblemente exclusiva. Muriel Belcher sabía muy bien cómo convertir adustos locales en referentes para la vanguardia intelectual y la estratosfera social.

Sólo podían entrar al club aquellos bebedores que venían recomendados por alguno de sus relaciones públicas. Y así fue como conocí a Francis, en la fiesta de un amigo común muy cerca del mismo Soho:

- A friend of mine told me about you, B.R. -ésta fue su presentación. Sabíamos perfectamente quiénes éramos, no pudimos darnos la mano porque ambos sujetábamos varios cocktails para repartir–, I would like to meet you at Muriel’s tomorrow night at eight. Right?

Asentí con mi mejor sonrisa y llevé los cocktails a mi grupo de invitados. Le observé durante horas: Francis saludaba a gente, se escondía para beber solo, besaba a unos y a otras, miraba solitariamente las estrellas desde el balcón, reía a carcajadas…

Esa misma noche otra persona me quiso invitar al Colony Room, pero soy un hombre de palabra y de pocas palabras: mi gesto con la cabeza tenía el valor de un contrato.

A la mañana siguiente desayuné con la cabeza llena de planes. ¡Francis Bacon! Me gustaba mucho lo que había visto de él en la Galería Hanover y, según la prensa francesa, a varios comisarios de París también. En Nueva York sólo habíamos visto una obra suya y yo quería llevarla entera.

Fue emocionante ver llegar la noche y pasear desde mi Hotel hasta el Muriel’s, como se le llamaba comúnmente. Me esperaba en la puerta un Bacon sonriente. Esta vez sí nos dimos la mano y dos besos. Me guió por el pequeño club. Los cambios de humor fueron apareciendo a ritmo de Noilly Prats y de Glenkinchies recién traídos de la destilería. Así como a la gente normal cuando se emborracha le da por hablar de sus vidas e idealizarlas, nosotros nos ninguneábamos con humor y disparos certeros.

Estaba dispuesto a consentir a éste maldito irlandés cualquier insolencia con tal de poder ver su estudio. La primera fue tan elegante que hasta le felicité. A la segunda respondí con soberbia oportunidad. Eso avivó el fuego. John Minton, el tercero en nuestra conversación, intentó varias veces salirse del diálogo saludando a gente que pasaba a su lado. Pero no lo consiguió, Francis le ofrecía tabaco o buscaba su asentimiento en esos momentos clave. Era un blando.

Poco después conocí a Muriel y a Lady Rose McLaren. Llegaron en un momento dulce, Francis estaba adulándome, masajeando mi piel con alcohol antes de agujerearla con otra jeringuilla retórica. Se sentía seguro rodeado de su grupo más cerrado de amigos y en su territorio. Entré definitivamente en su vida cuando contesté a Muriel: sí, invitaré a Cole Porter al Colony Room.

Ambas mujeres cambiaron el estilo de la conversación tras mi respuesta, tomaron protagonismo dirigiéndose una a Minton y a Bacon, la otra a mí. Algo le dijo Lady Rose a Francis que hizo pesar sus ojos verdes sobre mí. Muriel, abruptamente, me dijo al oído que contara con él para llevarlo de nuevo a New York, ella le convencería, ¿cómo había sabido que estaba allí como comisario de arte? Me frustró comprobar cómo las mujeres pueden ser más afinadas, convincentes y persuasivas que yo, sin ni siquiera entrar en acción. Incluso con un hombre homosexual al que no podían tentar.

Desde entonces hasta la hora de salida del Club, lo que pasó ya no estuvo bajo mi control. La noche, totalmente blanca por la niebla, nos helaba las manos y las rodillas. Paramos un taxi y nos dirigimos al estudio. Francis y yo, solos, él estaba muy borracho.

Bajamos en un callejón, pagué al conductor y esperé a que Francis acabara de mear detrás de una cabina telefónica. Sacó unas llaves mientras me hablaba de Velázquez sin vocalizar. Yo le propuse acercarnos al Museo del Prado en un par de semanas, pero no respondió.

Se irguió a un palmo de la puerta, respiró hondo, acertó a meter la llave en la cerradura, giró su muñeca, cargó fuertemente con su hombro izquierdo y nos recibió un tremendo olor a disolvente. Me quedé clavado en la puerta buscando dónde poner mis pasos. Él no lo dudó, pasó por encima de lienzos (los crujidos de la madera sólo le indicaban que no había pisado firme). Las altísimas paredes estaban cubiertas de enormes pinturas oscuras, trozos de carne, personajes sentados.
No pude contar la cantidad de cuadros tirados por el suelo, en las paredes, no pude entender los lienzos arañados, destrozados, estropeados con pintura negra lanzada con rabia por encima de figuras en movimiento…

Abrió una botella de whiskey y se sirvió un vaso, derramándoselo sobre la mano, goteando en un cuadro naranja sobre el que estaba de pie, mirándome: Aquí no fumes. ¿Así que ahora trabajas para un museo en New York?

Francis Bacon se consolidó durante la década de los cincuenta y sesenta del Siglo XX como uno de los pintores más independientes y originales, abriendo una nueva vía al expresionismo y ejerciendo una potente influencia sobre las siguientes generaciones.