jueves, 25 de marzo de 2010

El final de una era

Primero de Junio de 1973, me desesperaba viendo las paredes de mi habitación. El Hospital Stoke Mandeville era desoladoramente aburrido.

Nadie venía a verme, solo los minutos que, uno tras otro, se sentaban en mi cama unas horas. En los dos primeros días estuve tumbado sin poder moverme, apenas pudiendo leer, unas veces por el dolor y otras por la morfina.

La tercera madrugada escuché murmullo en el pasillo, pasos y ruedas oxidadas acercándose hacia mi habitación. La puerta se abrió de par en par empujada por una cama con dos pies exageradamente escayolados como un mascarón de proa.

- A new colleague, B.R. – La enfermera pelirroja asomaba por detrás del nuevo invitado.- He is Robert, say him hello!

Un hombre de mi edad, aturdido y pálido. Su mano derecha abrigaba una frente despejada de pelo largo y sucio, la izquierda estaba cerrada con fuerza, erguida unos centímetros sobre la sábana azul que le tapaba el abdomen. Un enorme bulto: eso eran sus piernas. Junto a la cama caminaba una joven rubia con cara de dolor.

Sólo ella levantó la comisura de sus labios en señal de saludo. Robert estaba al límite de la inconsciencia y apestaba a cerveza negra. No conseguí respetar su intimidad y tras dos horas de cómodo silencio pregunté a Alfie, así se llamaba ella.

Una fiesta, alcohol, drogas y una ventana en un tercer piso: Las dos piernas rotas y la última vértebra destrozada. Estaban esperando diagnóstico pero no confiaban en que pudiera volver a andar.

Fue muy duro reconstruir el accidente en mi imaginación, pero de tal forma también conseguí olvidar el que me había llevado a mí allí.

Robert permaneció atado a la cama durante doce semanas, once más de las que yo estuve con él. Habíamos empezado a hablar el día siguiente a su llegada y nuestras pequeñas conversaciones acerca de Mallorca, donde ambos habíamos vivido, nos cicatrizaban otras heridas. Teníamos pocas palabras pero nos las regalábamos sin gratuidad.

Por fin venía gente a la habitación, incluso creo que algunos venían tanto a ver a Robert como a degustar los Kir que les preparaba con vino blanco francés, conseguido ilegalmente a través de una cocinera del hospital. Nick Mason, Gilly Smith, Kevin Ayers, muchos nombres más que no recuerdo y un amigo común: Henry Cow.

Muchas veces la habitación 213 pareció un pub de Bristol, incluso fumábamos sin preocuparnos de las enfermeras.

Pasaron los meses y yo sólo iba a la 213 de visita. Algo me había unido a este personaje que acercaba su silla de ruedas al ventanal y veía caer la lluvia mientras cantaba como un pájaro herido.

Cuando llegaba y le veía de espaldas goteaban en mi mente los cambios que iba a tener que aceptar poco a poco, cuando saliera de allí. Era batería de un grupo, y ya nunca iba a poder tocar igual, solía ser el centro de atención en las fiestas y ahora nadie alcanzaría a verle por su estatura.

Su voz se había resentido tanto por el sufrimiento que, según me dijo, ahora tenía que pedirle a Alfie que le escribiera los textos para que casaran mejor con su nuevo tono.

Robert Wyatt se convirtió tras su accidente en un, aún más, reconocido músico experimental, independiente e impermeable.

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