domingo, 28 de marzo de 2010

Debe ser él mismo

Desde la terraza del hotel veía encenderse las ventanas en la orilla asiática del Bósforo como velas eléctricas, sin temblores, vivamente rojas conforme el sol se ponía a mis espaldas.

Allí preparaba un ciclo de conferencias ante estudiantes de periodismo de la Universidad de Estambul, muy atento a las manecillas de mi Girard Perregaux.

Nişantaşı no estaba tan lejos como para que aquel colega tardara más de media hora en llegar. Apenas conocía a Orhan. Iba a venir como profesor asociado a mi universidad y tenía muy pocas referencias suyas.

Pero cuando entró tropezándose con las sillas, con la camisa por fuera y la cartera de cuero rebosante de libros, descubrí porqué destacaba este joven:

- How are you, Professor B.R.? -Ni disculpas ni rodeos- I am going to New York this year-. I know you are from Columbia University. I want to discuss some things with you about that.

Tras hablar de Columbia, algunos departamentos, varios coordinadores y cosas aún más aburridas de mi trabajo, pasamos a temas más agradables. Había tomado nota de absolutamente todo. Me contó que él también había escrito un par de libros y que le gustaría dedicarse a ello al cien por cien.

En ese punto, aceleró el ritmo inconscientemente hilvanando mis títulos con sus ideas. Sin parar de hablar, se giró para sacar y dejar caer cientos de papeles encima de la mesa, haciendo tambalear mi copa de vino blanco y su té.

Puso sus ojos en el montón de papeles de la mesa y, señalando unas líneas aquí y otras allá, me iba contando.

Aquel montón de garabatos en turco era un complejo jeroglífico para mí. Por fin puso los pies de puntillas en el suelo al ver mi reacción y me contó, por encima, qué había significando tanta diéresis, breves y virgulillas. A mis ojos seguían siendo virutas de herrumbre bailando encima de un imán.

Hablamos durante una hora más.

Al día siguiente localicé a Orhan mirando atentamente a través de sus enormes gafas desde la tercera fila. Al finalizar la sesión ni se acercó a mí, encaró el pasillo como uno más de tantos estudiantes y se fundió con otros cientos de cabezas.

Ciertamente, cuando me metí en la cama aquella noche ya había olvidado el episodio: tenía que madrugar para coger el avión de vuelta a Nueva York y el cansancio me lo ponía fácil.

Confieso que me desperté en la cola de facturación. Hice un repaso rápido de lo que me pude haber dejado en la habitación del hotel y, sin estar seguro de ello, entregué mi pasaporte a la bella señorita turca.

Busqué mi asiento, coloqué mi maleta de mano, me senté y cogí un periódico. Pocos segundos después, una mochila de cuero golpeó mi reposabrazos, rebotando pesadamente. Orhan sonreía sorprendido. Yo le sonreí evitando parecer sorprendido. Me levanté para estrecharle la mano mientras le citaba algo de lo que habíamos hablado un par de noches antes.

Pasamos muchas horas juntos sobre el atlántico y fue así como cogí cariño a este joven turco que se embarcaba hacia los Estados Unidos con la ilusión seguir aprendiendo en occidente. Había poco de turismo en sus intenciones. No sé porqué, pero fue precisamente eso lo que más me atrajo de él.

Cuando recogimos las maletas de la cinta transportadora ya teníamos planes juntos para ese año, que posteriormente se cumplieron, uno tras otro, puesto que eran tan realistas como embriagadores.

En los tres años que estuvo en Nueva York le llevé al Dakota, a Newark, al barrio turco, a Manhattan e, incluso, un día le invité a cenar en mi apartamento. Sería injusto decir que yo, como lobo más viejo, le enseñé más cosas que él a mí.

Orhan Pamuk recibió el Premio Nobel de Literatura en 2006 convirtiéndose en el escritor turco más prestigioso, amado y odiado por su valentía política.

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