miércoles, 12 de agosto de 2009

La piraña de Montparnasse

París 1905. Desde mi apartamento en el primer cuadrante cruzaba el río hacia los tugurios más extraordinarios de la ciudad. Solía acercarme a Le Soleil, L’Auoille y, durante esta historia especialmente, a La Rotonde en el decimocuarto: Montparnasse.

Normalmente el Renault de la Marne me dejaba a los pies del parque, desde donde buscaba un buen rincón con humo, vino y música. Las prostitutas de la calle me paraban el paso, no solían ver a menudo sombreros como los míos, lo que les hacía soñar con una nueva vida, estable y sin preocupaciones. Pero yo seguía mi camino hasta los cabarets, donde se refugiaban las más jóvenes y bellas.

Una de esas noches, tras el procedimiento habitual, sucedió lo siguiente:

- Bienvenue B.R. -el portero me abrió la puerta invitándome a entrar en la Rotonde-. Vous êtes chez vous. La douze est libre ce soir.

Tras mi propina, hizo una señal muy sutil para que dos lindas señoritas me acompañaran a la doce y se sentaran conmigo, una sobre mis piernas. Subió al escenario una morena con pelo a lo garçon, esperando a que el pianista llegara al comienzo de la estrofa.

Me sirvieron una copa y tuve que pedirle a la que le hacía de silla que se levantara para poder beber cómodamente. Le colé un franco en el liguero para acelerar su decisión. Me disponía a darles conversación cuando los primeros versos de la canción “Qui qu'a vu Coco”, un nuevo clásico del que había oído todo tipo de adjetivos, salían en voz de la diminuta figura junto al piano.
Hacía coros hasta el más pintado del cabaret, me refiero especialmente al cuerpo de caballería francés, con sus ridículos uniformes y cascos. Yo permanecía en silencio, expectante, sorprendido, enamorándome. Su magnetismo erizaba mi vello como virutas de metal.

La canción acabó y la sala gritó al unísono co-co-co-co-co.

Entonces continuó con “ko ko ri ko”, el francés no es mi lengua nativa por ello me sonaba curioso ese canto del gallo. Las jóvenes miraron recelosas a la protagonista en escena, puesto que estaba interpretando dos canciones en una misma noche.

Debió verme la cara, porque vino de inmediato a cantar a un palmo de mi nariz, repeliendo a mis compañeras de mesa. La canción acabó con el jaleo del público y rápidamente apareció otra mujer sobre el escenario con un nuevo tema. La pequeña morena se sentó en la silla de mi izquierda, a cinco centímetros. Tendría unos veinte años y no era guapa, pero estar junto a ella te podía convertir en un mero satélite suyo. Mi orgullo y mi templanza me mantuvieron sereno.

No tenía el comportamiento habitual de una prostituta. Habló ella, me preguntó todo tipo de cosas, me sentí realmente interesante. Quedo en evidencia que, como todas, quería ligarme para pasar a mejor vida, literalmente. Pero pese a hacerlo descaradamente su estilo era único.

Conseguí sonsacarle escasa información, gracias a mi observación intuí que le interesaba la hechura de mi camisa; era costurera y se llamaba Gabrielle Chanel. Yo cada vez escondía más mis respuestas, lo que fue agotando su incisión. Pasé a mi turno de cuestiones “ligeras”.

En ese momento la conversación se rompió, tomó una postura agresiva y desagradable. Desde que se sentó conmigo hasta entonces no había apartado la vista de mi. Cesó el interrogatorio, oteó el resto de mesas, apuró mi copa, me robó un cigarrillo y se levantó. En diez segundos tenía a una pelirroja sentada en aquella misma silla, robándome otro cigarrillo y pidiéndo fuego con la mirada. Vuelta a empezar, pensé.

De reojo ví a Gabrielle en la mesa de un conocido, las mismas cartas y el mismo juego.

Gracias a uno de sus amantes, Coco Chanel consiguió abrir su primera tienda de sombreros en 1909.Cada nuevo amante tenía más dinero que el anterior y las inversiones en ella fueron creciendo, permitiéndole desarrollar su pasión. Revolucionó la moda femenina con patrones cómodos y elegantes.




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